viernes, 21 de marzo de 2008

Mea culpa


Cuando no trabajo como abogado en casos de impericia médica, me gusta la lectura de ficción, especialmente si tienen alguna relación o semejanza con personajes que se ven a diario en Puerto Rico. Podría decir que prejuzgo en cuanto a los temas de lectura que me interesan. Pero hay más y, de entrada, puedo decir que no tengo problemas en admitir la mayor parte de mis prejuicios.
El prejuicio es simplemente una actitud personal; es una reacción constante ante un estímulo exterior. Una característica importante es que el individuo tiene una posición personal sobre una situación sin conocerla realmente, de allí su significado etimológico: del Latín. praejudicium, es decir, juzgado de antemano. Es, como lo dice su nombre, el proceso de "pre-juzgar" algo. En general implica llegar a un juicio sobre el objeto antes de determinar la preponderancia de la evidencia, o la formación de un juicio sin experiencia directa o real. (Wikipedia).

Para los sociólogos Light, Keller y Calhoun “el prejuicio es una predisposición categórica para aceptar o rechazar a las personas por sus características sociales reales o imaginarias.” Por ser una característica humana, muchos otros sociólogos y psicólogos sociales, al igual que los mencionados, han trabajado el concepto de los prejuicios en el marco de las relaciones sociales. Me confieso un prejuiciado.

Siempre creí, durante mis años de estudiante, que mi vida profesional giraría en torno a la práctica de derecho penal. No era solamente yo; mis compañeros de estudio me percibían potencial de fiscal, a pesar de que me crié observando absorto personajes televisivos como Perry Mason y Petrocelli, paladines de los derechos de los acusados … injustamente. Dentro del componente de nuestro sistema judicial, al ministerio público le corresponde velar por los derechos de la sociedad en general y de las víctimas de delito en particular. Eso me pareció siempre seductor, no obstante estar al tanto de que la paga gubernamental era obviamente menor que el ingreso que podría devengar siendo abogado defensor.

Al graduarme intenté “colarme” en el Ministerio Público pero, por razones que no vienen al caso, no tuve suerte y jamás fui fiscal. Con naturalidad, el azar del destino me dirigió al bufete privado de mi querido viejo en San Lorenzo, ciudad con solo un puñado de abogados, unos cuantos de ellos ya por retirarse. Fue allí donde comencé mi carrera de abogado, librándome de muchas experiencias amargas, gracias al consejo oportuno de mi padre. Dije “muchas”, no todas. También llené mi cuota de errores por la inexperiencia. Errores que, afortunadamente, no pasaron de simples inadvertencias, fácilmente subsanables sin mayores complicaciones.

Durante esos primeros años de vida profesional me adentré en la práctica general de la abogacía, lo que constituyó para mí una gran ventaja. Ello me permitió meter la nariz en varias áreas del derecho, intocables para quienes comienzan trabajando en los grandes bufetes de San Juan, los cuales ni pisé – y pocas veces he pisado - o en el gobierno, incluido el ministerio público. Durante esos años tomé muchos “turnos al bate”, según diría un amigo colega que hoy día es juez del tribunal de primera instancia en Humacao.
Varios años transcurrieron antes de que una víctima de impericia médica pisara mi oficina. En la escuela se tocan, muy someramente, las distintas teorías sobre la impericia médico-hospitalaria; y ello como parte de la materia de daños y perjuicios, así que muy poco interés levantó en mí el área del derecho al que le he dedicado dos décadas, casi con exclusividad. Además, cuando se asiste a la escuela de derecho, no hay tiempo para detenerse en un área en particular, pues las demás materias le absorben al estudiante la totalidad del tiempo.

Fue Sylvia. Mujer humilde y pobre; en sus treinta, madre soltera de dos. Había perdido a su tercera hija por lo que creía era una impericia médica del obstetra que atendió su parto. Tenía razón. Consulté el caso con un perito médico quien además me dijo que creía que el expediente había sido alterado. Conseguí un perito examinador de documentos que confirmó sus sospechas y las mías. Muy temprano en mi carrera me di con la dura realidad de que algunos médicos negligentes, además de ocasionar daños con sus actuaciones u omisiones, alteran o falsifican los records médicos para, de esa manera, intentar ocultar su impericia. Inexperto en la materia, pero informes periciales bajo el brazo, no pasó mucho tiempo antes de que la parte demandada optara por ofrecer transigir la reclamación. Así concluyó el caso. El dinero obtenido por mi cliente en esa transacción le valió poder adquirir un hogar que sustituyó la casa destartalada donde solía vivir con sus dos hijos en la zona rural de mi pueblo. Ese caso - y su contenido moral - me atrapó de por vida.

Hubiese querido desde ese momento dedicar todos mis esfuerzos profesionales a proteger los derechos de las víctimas de impericia médica en los tribunales. No había muchos casos de esa naturaleza en mi pueblo de San Lorenzo, así que, para poder sostener mi familita que recién comenzaba, seguí practicando el derecho en general. Se corrió la voz y con el tiempo comenzaron a llegar a mi oficina otros casos de impericia médico-hospitalaria. Fue así como pude enfocar mi carrera profesional principalmente hacia esa dirección, hasta hoy día que solo eso hago.

Volviendo al tema del prejuicio y siendo Viernes Santo el día en que escribo estas letras- confieso nuevamente que estoy prejuiciado: a favor de los pacientes y sus familiares que creen que han resultado víctimas de impericia médico-hospitalaria. Tengo, bien incrustado, el tipo de prejuicio que los médicos también deberían tener: a favor de sus pacientes pero, desafortunadamente, muchos no lo tienen. Al final del día protegen con celo extremo su peculio, poniendo este interés particular – también el de su familia- por encima del de la salud de sus pacientes. Justo o no; cada cual mira su entorno con su propio prisma. Verlos llorar emocionados cuando reciben un veredicto judicial a su favor me hace comprender que ese interés puede llegar a ser tan importante y vital para ellos, como aquel de una víctima o su familiar que busca la retribución de sus daños.

Puedo comprender a los médicos que son demandados, independientemente del mérito de la demanda o de que sus posiciones estén encontradas con las de mis clientes. Aunque me cuesta mucho trabajo aceptarlo sumisamente, me creo capaz de entender a los jueces que en el pasado han representado médicos u hospitales en su práctica privada o que tienen médicos en su entorno familiar y su prejuicio se trasluce abiertamente en sus distintas actuaciones desde el estrado, cuando les toca entender en un caso de impericia médico-hospitalaria.

La óptica que permea la vida se caracteriza por tener distintas tonalidades de color; la vida no es blanco y negro. Puedo entender y respeto igual a los colegas que representan exclusivamente a los médicos y a aquellos que, incluso, pueden representar indistintamente las dos vertientes de la ecuación médico-paciente. Cada cual con sus distintos sombreros. Cuando esa posibilidad se me plantea, prefiero referir el asunto a uno que pueda hacerlo sin mayores problemas y complicaciones mentales.
Pienso que igual sucede con alguien que ha dedicado su vida al trabajo en una fiscalía, encausando criminalmente a victimarios y representando a las víctimas de delito. De pronto se encuentran fuera de esa posición y se sienten un tanto perdidos al estar al otro lado de la cancha. Yo lo estaría; pero confieso estar prejuiciado.

sábado, 15 de marzo de 2008

La otra cara de la moneda


En dos días un par de apreciados colegas abogados me han escrito por distintos medios unas reflexiones que, por pura coincidencia, se complementan y que merecen una consideración seria y serena, particularmente de parte de los abogados que representamos víctimas de impericia médica en Puerto Rico y quizá de las propias víctimas y familiares. Como abogados de médicos y hospitales, ambos conocen de primera mano muchas de las situaciones, principalmente de índole humano, que permanecen ajenas para los que estamos de este lado de la cancha, quizás ofuscados con las particulares situaciones humanas por las que han atravesado y atraviesan nuestros clientes. Por razones de espacio, no reproduzco la totalidad de sus comunicaciones, sino porciones importantes que resumen, a mi juicio, su sentir sobre el tema que deseo desarrollar en este escrito. El primero me escribe lo siguiente:

“De la misma forma en que luchas por los intereses de las víctimas de impericia porque esas víctimas son seres humanos que sufren y padecen, los médicos también son seres humanos que sufren y padecen, y sus esposas y sus hijos sufren y padecen. Mientras un pleito está en proceso, el médico y su familia permanecen en tensión continua, se afecta su salud física y emocional, y sus finanzas. Cuando a un médico lo demandan, y se le está pidiendo una compensación que lo arruinaría económicamente, ahí no cuentan para nada los porcientos y las historias pasadas, solo importa ese caso en particular.
Esa realidad la sabe cada médico individualmente, y cada médico en su casa sabe que, luego de haber hecho miles sacrificios, endeudarse hasta el ñú y gastarse lo que no tienen para hacerse de una carrera, que por supuesto, los lleva a vivir mejor que la mayoría, y luego de los sacrificios de sus cónyuges, que por años trabajan fuera para empatar la pelea, y los de sus hijos que se ven deprivados de necesidades hasta que sus padres sacan los pies del plato, todo se puede ir por la cuneta para abajo por un pleito de impericia.”
El segundo, igualmente experimentado que el primero, me escribe lo siguiente:

“Sé que nadie quiere perder un ser querido; más difícil si la explicación que uno puede creer es que otra persona medió en esa pérdida.

No hay duda de que un pleito de impericia médico-hospitalaria toca unas fibras humanas que, por la misma naturaleza del tema, no es tocada por ningún otro proceso judicial, a pesar de que, en muchas ocasiones, la pérdida es la misma. La retribución a la pérdida en los casos criminales, por ejemplo, es ver que se hace justicia, metiendo preso al que comete la transgresión en contra de un ser querido o de uno mismo. A pesar de que la pena de confinamiento al agresor en una institución carcelaria no devuelve al ser querido, queda un sabor de que la justicia ha quedado servida y, a pesar de que muchos quisieran que se implantara la pena de muerte en Puerto Rico, especialmente cuando tocan a un ser querido, esa retribución es altamente satisfactoria.

En los casos de impericia médico-hospitalaria no ocurre lo mismo. La única retribución que existe en Puerto Rico a favor de una víctima o sus familiares es meramente una compensación económica por el daño sufrido. Esa compensación monetaria, por alta que sea, a pesar de lo que puedan pensar mis amigos al otro lado de la cancha – y no obstante nuestro estado de derecho - no retribuye realmente al que sufre el daño. Cuando "ganan" el caso algunos hasta la donan, porque sienten que no deben lucrarse por el sufrimiento de su ser querido.
Por otro lado, cuando el médico gana el caso, prevalece en un evento que, no hay duda, no fue fácil; fue amargo en su carrera profesional. Sin embargo, el médico pasa la página más fácil que una víctima, porque su evento lo que le ha traido es preocupación a él y a su familia inmediata y quizá un poco de pérdida económica, porque, en la mayoría de los casos, la aseguradora ha cubierto los gastos del litigio a corto plazo. En el peor de los escenarios le imponen al médicos unos recargos económicos que hacen que sus primas suban mientras está el proceso judicial pendiente.
No hay diferencia de sentimientos humanos entre el que pierde un ser querido a manos de un criminal en un asalto o atropellado por un conductor ebrio y el que lo pierde a manos de un médico negligente, aunque haya estudiado su profesión con miles sacrificio para él y su familia y que se ha embrollado “hasta el ñú” para ello.
No hay forma en que una compensación económica devuelva a la víctima al mismo estado en que se encontraba antes del evento negligente. Eso es lo que dispone nuestro derecho y no solo me parece utópico, sino simplemente una aspiración patética.

No quiero dar la impresión de no comprender y de ser insensible a lo que ocurre en el seno de la familia de un médico que es demandado en un caso de impericia médica. Los que me conocen saben que no es así. Pero, a diferencia de la víctima que se juega la vida, en el caso del médico y su familia lo único que exponen en su peculio.
Las reflexiones de los amigos que he transcrito literalmente en este espacio y la experiencia que he tenido en este tipo de casos, provocan ciertos consejos dirigidos particularmente a los abogados que recién comienzan en estas lides. Como se ha podido desprender de lo anterior, en un pleito de impericia inciden muchos factores humanos, de ambos lados. Por ello, el abogado que intente representar a la víctima o sus familiares:
1. DEBE contratar un médico perito para analizar TODOS los expedientes médicos del paciente. Se le debe explicar al perito ampliamente los factores o criterios necesarios para entablar una acción de daños y perjuicios por impericia médica. Ello quiere decir, que no solo una determinación sobre el acto negligente es necesaria, sino además, ese perito debe ser capaz de vincular esa acción u omisión negligente con los daños ocasionados. En la medida de que se pueda, el médico contratado debe tener credenciales excelentes y además, poseer la misma especialidad del médico cuya gestión es cuestionada.

2. Una vez el perito rinde su informe positivo para negligencia, el abogado debe reunirse con éste y discutir ampliamente los pormenores del informe rendido. No debe conformarse con la opinión del perito, por mejor que esté redactada. El abogado debe hacer su propia búsqueda independiente del perito, antes de esa reunión, con el propósito de formularle preguntas informadas.

3. Si el abogado entiende que el informe pericial sostiene una causa de acción meritoria, entonces, y no antes, debe presentar la demanda correspondiente y emplazar al médico demandado. Solo si existe un problema de posible prescripción, se debe presentar la demanda sin el informe pericial; pero debemos abstenernos de diligenciar los emplazamientos hasta que contemos con éste, pues si eventualmente el caso no debió haberse radicado por falta de negligencia, el médico no se entera y no sufre los recargos económicos en sus primas de seguro que una reclamación implica.

4. Una vez trabada la controversia, el abogado NECESITA una transcripción de los garabatos que escriben los médicos y algunas enfermeras, por lo que debe solicitarla formalmente dentro del proceso de descubrimiento de prueba. Recibidas dichas transcripciones, el abogado TIENE que enviarlas al perito, con el propósito de que las revise y corrobore que lo que entendió de las notas originales fue lo que escribieron los médicos y enfermeras. No han sido pocas las ocasiones en las que el perito entiende una cosa y la realidad es otra. Ningún abogado quiere que el perito sea confrontado con un error de esa naturaleza en una deposición y menos en un juicio.
Con la venia de mis amigos, tengo una simple sugerencia para ellos, con tal de evitar la prolongación del caso, que, hemos visto, a nadie conviene, aunque estoy consciente del aspecto económico que incide en un caso de esta naturaleza, no ya para el abogado de la víctima que solo cobra cuando ésta es “compensada”. Con esa consideración en mente, ustedes también pueden y deben poner su grano de arena. Los casos de esta naturaleza se dilatan también demasiado – implicando metafóricamente una pistola en la sien para muchos - porque cuando se recibe el informe del perito de los demandantes, los demandados esperan a aquilatar la solidez del posible testimonio pericial en una deposición. Cuánto aguanta el perito ante un contrainterrogatorio, desde el punto de vista estratégico, es necesario saberlo. Sin embargo, no hay duda de que al menos los de Puerto Rico, éstos son harto conocidos para los abogados de los demandados y la realidad es que no necesitan las deposiciones para saber lo que dá el perito. Con solo leer el informe pericial, conocer el record médico y entrevistar concienzudamente a su cliente, un abogado experimentado, como son los contratados por SIMED o Triple S, en defensa de los médicos, puede determinar si la causa de acción traída por una víctima o sus familiares es o no meritoria. Deben entonces comenzar los acercamientos de transacción.
No es cuestión de "salvar cara", utilizando una figura anglosajona. Aseguro que con ese acercamiento ahorran tiempo y dinero a las aseguradoras, cuya industria es sumamente volátil, disminuyen la tensión de sus clientes médicos y si quieren pensarlo también, de las víctimas y además, limpian calendarios judiciales, sacando del proceso judicial las demandas, con mínima intervención de los jueces con pocas ganas de “ver” casos de esta naturaleza.