
Cuando no trabajo como abogado en casos de impericia médica, me gusta la lectura de ficción, especialmente si tienen alguna relación o semejanza con personajes que se ven a diario en Puerto Rico. Podría decir que prejuzgo en cuanto a los temas de lectura que me interesan. Pero hay más y, de entrada, puedo decir que no tengo problemas en admitir la mayor parte de mis prejuicios.
El prejuicio es simplemente una actitud personal; es una reacción constante ante un estímulo exterior. Una característica importante es que el individuo tiene una posición personal sobre una situación sin conocerla realmente, de allí su significado etimológico: del Latín. praejudicium, es decir, juzgado de antemano. Es, como lo dice su nombre, el proceso de "pre-juzgar" algo. En general implica llegar a un juicio sobre el objeto antes de determinar la preponderancia de la evidencia, o la formación de un juicio sin experiencia directa o real. (Wikipedia).
Para los sociólogos Light, Keller y Calhoun “el prejuicio es una predisposición categórica para aceptar o rechazar a las personas por sus características sociales reales o imaginarias.” Por ser una característica humana, muchos otros sociólogos y psicólogos sociales, al igual que los mencionados, han trabajado el concepto de los prejuicios en el marco de las relaciones sociales. Me confieso un prejuiciado.
Siempre creí, durante mis años de estudiante, que mi vida profesional giraría en torno a la práctica de derecho penal. No era solamente yo; mis compañeros de estudio me percibían potencial de fiscal, a pesar de que me crié observando absorto personajes televisivos como Perry Mason y Petrocelli, paladines de los derechos de los acusados … injustamente. Dentro del componente de nuestro sistema judicial, al ministerio público le corresponde velar por los derechos de la sociedad en general y de las víctimas de delito en particular. Eso me pareció siempre seductor, no obstante estar al tanto de que la paga gubernamental era obviamente menor que el ingreso que podría devengar siendo abogado defensor.
Al graduarme intenté “colarme” en el Ministerio Público pero, por razones que no vienen al caso, no tuve suerte y jamás fui fiscal. Con naturalidad, el azar del destino me dirigió al bufete privado de mi querido viejo en San Lorenzo, ciudad con solo un puñado de abogados, unos cuantos de ellos ya por retirarse. Fue allí donde comencé mi carrera de abogado, librándome de muchas experiencias amargas, gracias al consejo oportuno de mi padre. Dije “muchas”, no todas. También llené mi cuota de errores por la inexperiencia. Errores que, afortunadamente, no pasaron de simples inadvertencias, fácilmente subsanables sin mayores complicaciones.
Al graduarme intenté “colarme” en el Ministerio Público pero, por razones que no vienen al caso, no tuve suerte y jamás fui fiscal. Con naturalidad, el azar del destino me dirigió al bufete privado de mi querido viejo en San Lorenzo, ciudad con solo un puñado de abogados, unos cuantos de ellos ya por retirarse. Fue allí donde comencé mi carrera de abogado, librándome de muchas experiencias amargas, gracias al consejo oportuno de mi padre. Dije “muchas”, no todas. También llené mi cuota de errores por la inexperiencia. Errores que, afortunadamente, no pasaron de simples inadvertencias, fácilmente subsanables sin mayores complicaciones.
Durante esos primeros años de vida profesional me adentré en la práctica general de la abogacía, lo que constituyó para mí una gran ventaja. Ello me permitió meter la nariz en varias áreas del derecho, intocables para quienes comienzan trabajando en los grandes bufetes de San Juan, los cuales ni pisé – y pocas veces he pisado - o en el gobierno, incluido el ministerio público. Durante esos años tomé muchos “turnos al bate”, según diría un amigo colega que hoy día es juez del tribunal de primera instancia en Humacao.
Varios años transcurrieron antes de que una víctima de impericia médica pisara mi oficina. En la escuela se tocan, muy someramente, las distintas teorías sobre la impericia médico-hospitalaria; y ello como parte de la materia de daños y perjuicios, así que muy poco interés levantó en mí el área del derecho al que le he dedicado dos décadas, casi con exclusividad. Además, cuando se asiste a la escuela de derecho, no hay tiempo para detenerse en un área en particular, pues las demás materias le absorben al estudiante la totalidad del tiempo.
Fue Sylvia. Mujer humilde y pobre; en sus treinta, madre soltera de dos. Había perdido a su tercera hija por lo que creía era una impericia médica del obstetra que atendió su parto. Tenía razón. Consulté el caso con un perito médico quien además me dijo que creía que el expediente había sido alterado. Conseguí un perito examinador de documentos que confirmó sus sospechas y las mías. Muy temprano en mi carrera me di con la dura realidad de que algunos médicos negligentes, además de ocasionar daños con sus actuaciones u omisiones, alteran o falsifican los records médicos para, de esa manera, intentar ocultar su impericia. Inexperto en la materia, pero informes periciales bajo el brazo, no pasó mucho tiempo antes de que la parte demandada optara por ofrecer transigir la reclamación. Así concluyó el caso. El dinero obtenido por mi cliente en esa transacción le valió poder adquirir un hogar que sustituyó la casa destartalada donde solía vivir con sus dos hijos en la zona rural de mi pueblo. Ese caso - y su contenido moral - me atrapó de por vida.
Hubiese querido desde ese momento dedicar todos mis esfuerzos profesionales a proteger los derechos de las víctimas de impericia médica en los tribunales. No había muchos casos de esa naturaleza en mi pueblo de San Lorenzo, así que, para poder sostener mi familita que recién comenzaba, seguí practicando el derecho en general. Se corrió la voz y con el tiempo comenzaron a llegar a mi oficina otros casos de impericia médico-hospitalaria. Fue así como pude enfocar mi carrera profesional principalmente hacia esa dirección, hasta hoy día que solo eso hago.
Volviendo al tema del prejuicio y siendo Viernes Santo el día en que escribo estas letras- confieso nuevamente que estoy prejuiciado: a favor de los pacientes y sus familiares que creen que han resultado víctimas de impericia médico-hospitalaria. Tengo, bien incrustado, el tipo de prejuicio que los médicos también deberían tener: a favor de sus pacientes pero, desafortunadamente, muchos no lo tienen. Al final del día protegen con celo extremo su peculio, poniendo este interés particular – también el de su familia- por encima del de la salud de sus pacientes. Justo o no; cada cual mira su entorno con su propio prisma. Verlos llorar emocionados cuando reciben un veredicto judicial a su favor me hace comprender que ese interés puede llegar a ser tan importante y vital para ellos, como aquel de una víctima o su familiar que busca la retribución de sus daños.
Puedo comprender a los médicos que son demandados, independientemente del mérito de la demanda o de que sus posiciones estén encontradas con las de mis clientes. Aunque me cuesta mucho trabajo aceptarlo sumisamente, me creo capaz de entender a los jueces que en el pasado han representado médicos u hospitales en su práctica privada o que tienen médicos en su entorno familiar y su prejuicio se trasluce abiertamente en sus distintas actuaciones desde el estrado, cuando les toca entender en un caso de impericia médico-hospitalaria.
La óptica que permea la vida se caracteriza por tener distintas tonalidades de color; la vida no es blanco y negro. Puedo entender y respeto igual a los colegas que representan exclusivamente a los médicos y a aquellos que, incluso, pueden representar indistintamente las dos vertientes de la ecuación médico-paciente. Cada cual con sus distintos sombreros. Cuando esa posibilidad se me plantea, prefiero referir el asunto a uno que pueda hacerlo sin mayores problemas y complicaciones mentales.
Pienso que igual sucede con alguien que ha dedicado su vida al trabajo en una fiscalía, encausando criminalmente a victimarios y representando a las víctimas de delito. De pronto se encuentran fuera de esa posición y se sienten un tanto perdidos al estar al otro lado de la cancha. Yo lo estaría; pero confieso estar prejuiciado.