miércoles, 22 de diciembre de 2010

¿Cuanto vale un viejo?*


Un anciano de 80 años de edad me consultó un alegado caso de impericia médica ocurrido en un hospital del área metropolitana de Puerto Rico. Me consternó cuando me dijo que “el viejo no vale ná’ en nuestra sociedad. Quizá, en su caso, fue el grado de frustración o impotencia ante las situaciones que particularmente le tocó vivir con los médicos y enfermeras que le brindaron tratamiento. Estoy seguro, sin embargo, que esa apreciacion es compartida por muchos en nuestra sociedad.

En su disidencia de Cintrón v. Gómez, 1999 TSPR 018, el extinto Juez Jaime Fuster dijo sobre la norma de reparación que “se trata de una de las piedras angulares de nuestro ordenamiento jurídico, que es "de gran alcance", y que se concibe "con amplitud de criterio". Añade el Juez Fuster que ‘en múltiples ocasiones hemos reconocido "su dilatado ámbito reparador”.

¿Qué suma de dinero repara los daños sufridos por los familiares de un viejo que ha sobrepasado su expectativa de vida y que muere por negligencia médica? ¿Cuánto vale la vida de un viejo, cuando ya ha dejado de trabajar y sus hijos no dependen de él para su sustento económico?

Una sociedad como la nuestra, que casi todo lo valora en términos económicos, se plantea comúnmente esta pregunta. El abogado, incluyendo a los jueces, acostumbrados a la valoración o cuantificación de daños en nuestro sistema jurídico, lo hace con mucha frecuencia. Conseguir una respuesta a esta interrogante no resulta nada fácil, más aún si tomamos en cuenta que los adelantos médicos y el progreso en la calidad de la alimentación ha propendido a la extensión de la expectativa de vida del ser humano. Hace varias décadas, una persona de 50 años era un anciano; al presente nadie se atrevería siquiera a pensarlo.

Sin hablar del amor desinteresado que prodigan a manos llenas, en la llamada “edad dorada”, el viejo se convierte en una importante referencia histórica; es el archivo interactivo de la vida familiar, una inagotable fuente de anécdotas, de vivencias y también de sabiduría. El viejo nutre la conciencia del joven y es apoyo seguro de la del hombre maduro.

Sociedades como las orientales, que no han sido del todo víctimas del materialismo extremo que algunos llaman pragmatismo y que desafortunadamente nos arropa, dan a sus viejos mucho valor. Y lo hacen por el simple hecho de serlo, sin tener en cuenta su edad, ni su condición física, económica, cultural o social.

Hace poco más de un año fui de vacaciones a China y, a pesar de que conocía el excelente trato que prodigaban a sus viejos, nunca imaginé que me resultara tan contrastante con el brindado por la sociedad occidental a los suyos. Más allá de una actitud compasiva y tolerante que llegan a manifestar algunos frente a sus viejos en esta parte del mundo, es preciso ver como lo hacen en China. Allí le reconocen al viejo el rol irreemplazable que saben que éstos cumplen, no solo en el núcleo familiar, sino también en la vida cultural y social en la que viven insertados.

Existe una tarea insustituible en el proceso de la maduración intelectual y moral del ser humano. Ellos en China saben que todo proceso educativo requiere de maestros y de aprendices disciplinados que reciben instrucciones, que consultan y que son corregidos. Quizá deberíamos aprender un poco de esas sociedades orientales, donde el viejo contribuye significativamente al proceso de maduración de los que están a su lado, directa e indirectamente. Con su apoyo tolerante, armados con su fuerza emocional, que ya ha superado todas las etapas de la maduración y del crecimiento, el viejo ayuda a los jóvenes a tener una mejor comprensión de la vida y los equipa para lidiar con sus propias dificultades en sus distintas etapas de crecimiento.

En cierto sentido, la presencia del viejo es un recordatorio viviente al joven y al adulto de que el sentido de inmortalidad que a todos nos embarga cuando somos jóvenes no es real ni tampoco permanente. La sola presencia del viejo nos trae una especie de mensaje de moderación en el pensamiento, en la expresión y en la obra, que no resulta nunca ser un equipaje de exceso. Aquel que ha aprendido a resistir las dificultades y que no se ha deslumbrado en sus propios momentos de gloria, es el mejor consejero para quienes aun afrontan las dificultades y que se ven hipnotizados por los éxitos pasajeros.

El cineasta sueco Ingmar Bergman alguna vez dijo que “Envejecer es como escalar una gran montaña; mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena.” Por eso la presencia del viejo en la vida de su familia es indispensable y en nuestra sociedad debe ser mejor aquilatada, no solamente porque se convierte en ayuda útil para el cuido de los niños, cuando padre y madre trabajan fuera de la casa. Lo es también para los mismos padres, ya que ellos se encuentran en un proceso que aún no ha concluido para aprender a educar a sus hijos.

No es raro que el nucleo familiar que ha apreciado, como es debido, la vida de su viejo, cuando ocurre lo inevitable, sufra su pérdida con mucha intensidad y de forma perdurable, irrespectivo de la edad que tenía al morir o si solo lo visitaban con frecuencia en el "nursing home" que estaba por necesidades de la vida. Aunque comprendo el "lawyering", me deja algo perplejo cuando los abogados de la defensa de médicos y hospitales intentan hacer ver, aunque no se atrevan a decirlo directamente, que, de todas formas, al viejo le quedaba poco tiempo de vida. Claro que si, todos estamos en ese camino inexorable, algunos antes y otros luego. ¿Debe hacer la edad - del viejo que muere - alguna diferencia respecto a la valorización de los daños que ese evento causa? Si acaso la hace, debe ser en sentido contrario a lo que apuntan los amigos y amigas de la defensa: cuanto más tiempo se tiene con uno, más se echa de menos..... ¿O no?


Nota: Este ensayo fue inspirado por la lectura de otro escrito por Jesús Ginés, Universidad Santo Tomás Véase informe publicado en Primera Hora, dando click aquí.