sábado, 21 de julio de 2007

Algunos MD's pueden resultar nocivos para tu salud


Como si faltara algo en este país, recientemente se ha revelado la existencia de médicos fatulos que han obtenido la aprobación de sus reválidas por medios, por decir lo menos, cuestionables. Tamaño problema que incide sobre uno de los derechos fundamentales del ser humano.

En las vistas legislativas relativas a unos proyectos de impericia médica presentados a fines de 2002 unos abogados expusimos abiertamente el gran cúmulo de querellas existentes en el Tribunal Examinador de Médicos (TEM) en contra de médicos negligentes que dormían el sueño de los justos. Para aquel entonces, ni a un solo médico en el país le habían suspendido o cancelado su licencia para practicar la medicina como resultado de algún acto de negligencia profesional.

Para mediados de 2003 la opinión pública que se levantó obligó a la entonces gobernadora del país, Sra. Sila Calderón, a destituir viejos y a su vez nombrar nuevos tribunos a dicho cuerpo regulador de la práctica de la medicina. Todo eran esperanzas cuando los nuevos tribunos suspendieron de la profesión a un médico de Arecibo cuyo historial profesional reflejaba 40 y tantas demandas de impericia en su contra. Sin embargo, desafortunadamente eso quedó ahí. Más de 5 mil querellas permanecen sin acción ante el TEM, a las que se han sumado recientemente 20 de la Procuradora del Paciente.

En estos días el TEM se derrumba, no solo a manos de la comisión de salud de la Cámara de representantes, que parece haber destapado la olla de grillos, sino, peor aún, de los fiscales federales que cada día intervienen más en cuestiones locales, en razón de la abdicación implícita del Departamento de Justicia del ELA.

El TEM necesita una restructuración que, naturalmente, comienza con el nombramiento de nuevos tribunos de reputación intachable e inexpugnable, que no se sientan tentados, ni por amiguismo y mucho menos, por cuestiones económicas. Hace falta tener suficientes funcionarios, empleados o por contrato, que agilicen las querellas de impericia médica ataponadas y las que se presentan continuamente. Eso no se puede hacer con un solo abogado, como existe actualmente, a quien se le delegan otras funciones que en nada inciden sobre el tema de la impericia.

Para tratar este tema, debe proveérsele además, suficientes recursos económicos para que se pueda contratar peritos médicos independientes que analicen los casos y hagan una determinación de si existe o no impericia médica. Esos peritos deben tener experiencia de ambos lados de la cancha; es decir, deben haber servido como tales en favor de víctimas y en favor de médicos u hospitales.

Mucho se ha dicho recientemente de las maniobras internas para aprobar reválidas de personas que no calificaban para médico desde los años 2001 al 2006. La fiscalía federal ha intimado con sendas presentaciones de cargos criminales en contra de estos galenos, que según voces informadas, pueden sumar hasta 120 médicos fatulos. No han faltado también comentarios en torno a la aprobación o calificación de universidades extranjeras de medicina.

¿Cual ha sido el destino de estos médicos una vez “aprobaron la reválida? Seguramente muchas salas de emergencias, principalmente en el interior de la Isla están nutriéndose de estos médicos que, además de fatulos, son inexpertos, lo que me hace recordar las denuncias de que muchos de estos carecen de los cursos apropiados de resucitación cardio pulmonar, tan necesarios en una sala de emergencia. El hecho de que exista la posibilidad de que estos médicos fatulos estén trabajando en salas de emergencias públicas y privadas en este país hace que sea sumamente difícil para cualquier agencia o instrumentalidad investigadora la revelación de sus nombres. Sin embargo, el peligro de que nuestra salud esté en sus manos, hace imperioso que se revele. Además, para reparar en algo la maltrecha imagen de los médicos buenos en este país, esto debe hacerse, cueste lo que cueste. No hay duda, en ausencia del Código de Hammurabi, http://www.youtube.com/watch?v=JIqKikEAaoA, todavía algunos médicos pueden resultar nocivos para nuestra salud.

domingo, 15 de julio de 2007

Cultura de la cesárea


Como sabemos, la historia acredita a Hipócrates, el padre de la medicina (400 AC) el dictum “primum non nocere” (ante todo, no hacer daño). Esa frase en latín proviene de un médico llamado Claudio Galeno, oriundo de Pérgamo, en el Levante, que llegó a ser uno de los médicos prominentes en la Roma clásica, en el primer siglo de nuestra era. Supuestamente el tal galeno escribió ésto tomado de la obra magna de Hipócrates, "Epidemias", libro I, sección XI, en el que sentenció: "En lo que respecta a las enfermedades, hagamos el hábito de ayudar, o por lo menos de no hacer daño."

Recién se publicó en El Nuevo Día un artículo relacionado al excesivo número de cesáreas en Puerto Rico. A pesar del excelente contenido, éste no decía nada nuevo, ya que hace unos años se había abordado el mismo tema. A pesar de que antes se dio la voz de alerta, se dice que esta escandalosa situación sigue en aumento en nuestro país, continuando los obstetras esta cuestionable práctica.

Si es razonable que el 15% de los partos concluyan por cesárea, ¿por qué en nuestro país el número de cesáreas alcanza casi 50%? Algunos obstetras hablan de que la mujer escoge la cesárea porque no aguanta el parto por la vía natural. Otras tienen caderas tipo cónico o androide, lo que ocasiona una desproporción entre la cabeza del bebé y la salida por la pelvis materna. Soy escéptico cuando escucho estas razones como justificación al alto número de cesáreas. ¿Son las mujeres de nuestro país las más cobardes o con mayor número de caderas tipo androide del mundo? ¿Qué hay detrás del excesivo número de cesáreas?

Hay indicaciones médicamente válidas para las cesáreas que salvan vidas. Existen héroes tras estos procedimientos que cuentan con el agradecimiento de los padres y de sus hijos. Sin embargo, una cesárea no indicada, como cualquier cirugía abierta pélvica o abdominal, expone a la paciente a unos riesgos que le pueden costar la vida y ciertamente ocasiona un gran daño físico y emocional a la mujer y a su pareja. Practicar una cesárea no indicada, que en este país parecer comprender un 70% de las efectuadas, es una vergüenza para ese obstetra que asumió el juramento de su profesión. Aquel que no esté dispuesto a amanecerse con su paciente en el proceso de parto, que no escoja ser obstetra.

Ahora que están en boga las investigaciones que inciden en el tema de la salud, se debe echar una mirada a esta situación que ha afectado tantas familias en este país.

Nota: En el apunte histórico colaboró con el autor nuestro amigo Dr. José J. Gorrín Peralta, uno de los "Quijotes" en la lucha anti cesáreas no indicadas en el país.

jueves, 12 de julio de 2007

Una Mirada a los Daños Punitivos


El vocablo “reparar” tiene muchas acepciones en nuestro idioma. Componer, arreglar una cosa, enmendar, corregir, remediar. También significa desagraviar a quien se ha ofendido o perjudicado. La última es la pertinente a este escrito. Cuando se desagravia al que se ha ofendido o perjudicado estamos por un lado ante la figura del perdón, y de otro, ante el vehículo de la indemnización monetaria como desagravio al daño ocasionado. El perdón es un tema cubierto por medios de comunicación más apropiados que una revista de juristas. El asunto del desagravio mediante la indemnización monetaria, de otra parte, es el que toca discutir a voces menos esotéricas como la nuestra.

Como principio cardinal de la doctrina de responsabilidad civil extracontractual el Art. 1802 del Código Civil dispone: "el que por acción u omisión cause daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado." (Itálicas nuestras). Nuestro estado de derecho exige probar (1) la existencia de un daño real, (2) culpa o negligencia y (3) relación causal entre el daño y la conducta culposa o negligente. Cintrón v. Gómez, 98 TSPR 18.

El precitado artículo del Código Civil vigente consagra la llamada ‘norma de reparación’ de todo daño material o moral y es el que, como dijimos antes, incide sobre el acto de reparar o desagraviar, mediante el pago de una indemnización hecha por el causante del daño en favor de la víctima que ha perjudicado. En su disidencia de Cintrón Adorno v. Gómez, 1999 TSPR 018, el Honorable Juez Fuster Berlingeri (QEPD) dijo sobre la norma de reparación que “se trata de una de las piedras angulares de nuestro ordenamiento jurídico, que es "de gran alcance", y que se concibe "con amplitud de criterio" (énfasis nuestro). Añade el Juez Fuster que ‘en múltiples ocasiones hemos reconocido "su dilatado ámbito reparador”, Vda. de Delgado v. Boston Insurance Company, supra, a la pág. 599. En particular, hemos resuelto que "daño es todo aquel menoscabo material o moral que sufre una persona ya en sus bienes vitales naturales, ya en su propiedad o en su patrimonio, causado en contravención a una norma jurídica y por el cual ha de responder otras". García Pagán v. Shiley Caribbean, 122 D.P.R. 193 (1988).”

Luego de una lectura literal del artículo 1802 del Código Civil y de la jurisprudencia que se ha desarrollado en torno al tema, una ínfima parte de la cual hemos citado, por muchos años hemos tomado por bueno y suficiente el “carácter reparador” de nuestro sistema compensatorio. Sembrados en la zona de complacencia, nos hemos resignado y negado la posibilidad de explorar distintas fórmulas aplicadas en otras jurisdicciones que desagravien mejor al que ha sido perjudicado. Por más que nos atraiga la idea de originalidad o que, en principio, nos disguste la importación de doctrinas jurídicas, calificadas a veces como ajenas a nuestra idiosincrasia, no podemos privarnos de una oportunidad para mejorar.

No somos el centro del universo. En esta época de irremediable globalización del mercado, de compañías multinacionales de todo género incorporándose y haciendo negocios en nuestra Isla a costa del comercio local, ¿acaso no hay nada más que se pueda hacer para desagraviar a una víctima? ¿Y qué de la disuasión del victimario para evitar actos negligentes futuros? En esta época de grandes avances tecnológicos en la medicina y otras disciplinas que inciden sobre la seguridad y bienestar del ser humano, ¿acaso debe compensarse a la víctima pretendiendo dar marcha atrás a la máquina del tiempo, como si los eventos negligentes y el daño no hubiesen ocurrido? ¿Es eso suficiente? ¿Queda la víctima desagraviada realmente?

¿Y cuando la conducta negligente o culposa del ofensor no es aislada, sino repetitiva? ¿Y cuando el ofensor actúa a sabiendas o en total menosprecio por la seguridad y vida de inocentes a cambio del dinero que tal conducta produce? ¿Y si hay cientos de víctimas perjudicadas por la actuación negligente? ¿Acaso no resulta nuestra “norma de reparación” como el parcho que cosía nuestra madre en el mahón desgarrado?

Como se ha interpretado hasta ahora, no debe el concepto “reparador” del daño seguir siendo una de las “piedras angulares” sobre la cual descanse nuestro ordenamiento jurídico. Se debe incorporar a Puerto Rico un sistema mixto que, además de reparar el daño, penalice y disuada de conductas negligentes futuras.

Un abogado de Washington D.C., con el que concurrimos, abordó el tema describiendo lo que, a su juicio, sería un sistema ideal de compensación por daños y perjuicios:

“El sistema de daños debe servir dos propósitos: compensar a las víctimas y servir de disuasivo a conducta potencialmente peligrosa... Si estos principios son correctamente aplicados, los daños y perjuicios disminuyen, porque cualquier beneficio que rinda tal comportamiento sería eliminado en atención al costo que podría implicar un veredicto. Cuando las compensaciones son muy bajas, los causantes de daños por negligencia no son disuadidos en su conducta. . . Por otro lado, no es bueno tampoco cuando las compensaciones son muy altas porque los costos aumentan y los bienes y servicios se hacen entonces difíciles de conseguir. Cuando las compensaciones son arbitrarias, por otro lado, se hace imposible estructurar o discernir un incentivo que sea pertinente a un patrón determinado de compensaciones. Ello deja a los negocios conjeturar sobre cual puede ser una buena práctica comercial que no instigue y que, por el contrario, evite reclamaciones de daños.” C. Boyden Gray, Damage Control, Wall Street Journal, Dec. 11, 2002, a la pág. A18.

Desde nuestra escuela de derecho aprendimos que en nuestra jurisdicción no procede la imposición de daños punitivos. No había tiempo en esa época para cuestionarse a fondo la razón tras esa norma de carácter tan dogmático que se nos instruía en clase. En nuestra búsqueda del origen de la veda boricua a la concesión de daños punitivos a favor de una víctima de un acto negligente, hemos dado con la primera mención que se hace sobre este tema en la antecesora de la Ley Número 104 de 29 de junio de 1955, contenida en el Código de Enjuiciamiento Civil que autoriza las reclamaciones y demandas contra el Estado, 32 L.P.R.A. § 3077, et seq. Esta ley derogó la Ley Número 76 de 13 de abril de 1916 que en su Artículo 8, entre otras cosas, disponía que: "La sentencia contra el Estado no incluirá en ningún caso el pago de intereses por período alguno anterior a la sentencia ni concederá daños punitivos.”

A través de los años, la Ley de Reclamaciones y Pleitos contra el Estado ha sido objeto de múltiples enmiendas pero ninguna ha tocado la mención que se hace prohibiendo la concesión de daños punitivos, siguiendo literalmente la letra contenida en la disposición de principios de siglo pasado. (Véase, 32 L.P.R.A.§ 3083). La Ley de Municipios Autónomos contiene igualmente una disposición similar al previamente discutido Artículo del Código de Enjuiciamiento Civil. En su Artículo 15.005, la Ley establece que:

"La sentencia que se dicte contra cualquier municipio de acuerdo con [el Artículo 15.003 de esta Ley] no incluirá, en ningún caso, el pago de intereses por período alguno anterior a la sentencia ni concederá daños punitivos." 21 L.P.R.A. sec. 4705.”

Tanto aquí como en Estados Unidos, los gobiernos estatales y municipales han tenido inmunidad con respecto a la concesión de daños punitivos, por lo que la expresión que se hace en nuestro ordenamiento jurídico civilista no es ajena a la corriente mayoritaria de la nación norteamericana, por más de un siglo. De hecho, los tribunales norteamericanos que consideraron el tema antes de nuestra ley de 1916 fueron virtualmente unánimes al denegar dichos daños en contra de gobiernos municipales. Véase a tales efectos, Woodman v. Nottingham, 49 N. H. 387 (1870); City of Chicago v. Langlass, 52 Ill. 256 (1869); City Council of Montgomery v. Gilmer & Taylor, 33 Ala. 116 (1858); McGary v. President & Council of the City of Lafayette, 12 Rob. 668, 674 (La. 1846). Al día de hoy la mayoría de las jurisdicciones estatales han declinado imponer daños punitivos en contra de municipios. Véase, 18 E. McQuillin. Municipal Corporations 53.18a (3d ed rev. 1977); F. Burdick, Law of Torts 245-246 (4th ed.); J. Dillon, Law of Municipal Corporations 1712 (5th ed. 1911); G. Field, Law of Damages 80 (1876), citados con aprobación en City of Newport. v. Fact Concerts, Inc., 453 U.S. 247 (1981). El argumento utilizado en esta casuística opera igual para gobiernos estatales: una condena de este tipo con fondos públicos sería pagada en realidad por ciudadanos inocentes que nada tuvieron que ver con el evento negligente, lo que no es una medida sabia ni razonable.

Nuestro Tribunal Supremo de Puerto Rico ha desarrollado variadas doctrinas jurídicas en torno al derecho de daños, muchas de éstas tomadas de nuestros vecinos del norte, como son los casos de responsabilidad absoluta por productos defectuosos y los de responsabilidad profesional médico-hospitalaria, en particular sobre autoridad aparente (apparent agency) y responsabilidad corporativa (corporate liability). Empero, siempre ha mantenido la teoría civilista de la reparación del daño o “remediadora” con relación al carácter de las compensaciones que se otorgan en Puerto Rico. Manifestaciones como las que siguen abonan a la anterior conclusión. “El derecho a ser compensado no puede derrotarse meramente por el carácter especulativo que en alguna medida supone el cómputo de daños. Odriozola v. Cosmetic Dist. Corp., 116 D.P.R. 485 (1985). Claro está, al medirlos, el juzgador debe hacerlo a base de la prueba, procurando siempre que la indemnización no se convierta en una industria -Atile v. McClurg, 87 D.P.R. 865 (1963). El Supremo ha puntualizado una y otra vez su intención de que el derecho a ser compensado “mantenga su sentido remediador, no punitivo”. Vela de Valentín v. E.L.A., 84 D.P.R. 112 (1961). Rivera Rodríguez v. Tiendas Pitusa, 99 TSPR 123 (énfasis nuestro).

¿Por qué mantener el sentido remediador del derecho a ser compensado con total exclusión del punitivo? ¿Acaso es ese el concepto más justo en la época en que vivimos? Por otro lado, ¿no estamos muchas veces ante un caso de impunidad del causante del daño, por el solo hecho de que no es “rentable” llevar el caso, a pesar de estar ante una negligencia crasa?

El efecto de la inmunidad a los daños punitivos, no solo en favor del ofensor que forma parte del ente gubernamental sino también dentro del sector privado, no opera de disuasivo para actuaciones negligentes futuras, lo que debe ser frustrante. Las numerosas presentaciones de casos de daños y perjuicios en los tribunales del país en contra de entidades o individuos que una y otra vez anteponen sus intereses económicos al interés colectivo, porque con solo “reparar” el daño tienen, es demostrativo de ello. Después de todo, no todo el que sufre un daño se involucra en demandas y pleitos en este país. Muchos se lo dejan a la justicia divina e incorporan al evento dañoso el concepto del perdón con una óptica espiritualista. Esta mentalidad hace que la proporción de beneficio económico versus el riesgo a compensar posibles daños, mediante un proceso estructurado de manejo del riesgo, resulta hoy día rentable. Nuestro actual estado de derecho encuentra indebido y proscribe ‘industrializar’ el concepto de la indemnización. Esa noción resultaría ideal si hubiese suficientes incentivos para impedir al que posee la industria de bienes y servicios que ocasiona el daño, que lo haga y lo siga haciendo a costa de la vida y seguridad de terceros inocentes.

Esta “inmunidad”, en favor de una entidad pública es comprensible, pues, como dijimos, todos tendríamos que pagarlos. Pero, en cuanto al sector privado, creemos que ésta resulta anacrónica.
Muchas consideraciones, la mayoría de índole práctica, inciden siempre a la hora de decidir aceptar o rechazar un caso de daños y perjuicios. A través de los años el abogado desarrolla también una especie de intuición, inyectándole a ese proceso decisional consideraciones no tan prácticas, como puede ser incluso el que no se tenga química con esa persona que le narra la historia, como pasa muy a menudo.

En su primera entrevista el abogado escucha atentamente al cliente potencial narrándole su versión de los hechos. Sin embargo, a la vez, está hurgando mentalmente dentro de esa historia factores de culpa o negligencia, las consecuencias que ello tuvo en la vida de la persona que tiene ante sí y el vínculo causal entre dicho acto u omisión con los daños. Un abogado pragmático debe siempre justipreciar los daños ocasionados por el alegado acto negligente o culposo, porque, de lo contrario, podría estar litigando literalmente años para al final ingresar a su peculio una suma de dinero que, al calcular las horas trabajadas, estará cerca o por debajo del salario mínimo. Una vez acepte llevar el caso, deberá además informarle a grandes rasgos a ese cliente cuales serán los parámetros razonables de compensación económica que, de ganarlo, obtendrían. Si no lo hace, seguramente contará con un cliente insatisfecho que no vio llenar sus expectativas monetarias y que le servirá de propaganda negativa.

No nos llamemos a error. En perjuicio de muchos casos meritorios, en estos momentos en Puerto Rico el abogado de daños tiene que estimar lo que ‘vale’ un caso antes de aceptarlo. Un sistema jurídico donde solo se “repara” el daño, sin castigar al que lo ocasiona, por crasa que haya sido su negligencia o desconsiderada su actitud, no motiva a un abogado a presentar casos donde los daños no sean considerables, lo que, lejos de abonar a una buena convivencia social, la desanima, pues crea un sentido de impunidad en el causante del daño y de frustración e impotencia en el que lo sufre.

Como se ha dicho, nuestro sistema “consiste en atribuir al perjudicado dinero suficiente para compensar su interés perjudicado. Es una especie de subrogación real en que el dinero ocupa el lugar de los daños y perjuicios sufridos, y una atribución pecuniaria que crea una situación patrimonial equivalente a la destruida por el daño causado”. García Pagán v. Shiley Caribbean, etc., 122 D.P.R. 193, 205, 206 (1988); Rodríguez Cancel v. A.E.E., 116 D.P.R. 442, 455-456 (1985); y Moa v. E.L.A., 100 D.P.R. 573 (1972). Así que, a la hora de contratar, hay que darle un gran peso al valor económico de los daños que se puedan recuperar con base a la teoría “reparadora” que nos rige por ahora.
Daños punitivos.... ¿por qué no?
Menciones del concepto “daños”, como fuente de donde dimana la responsabilidad civil son encontradas desde el antiguo Código de Hammurabi, pasando por disposiciones del derecho romano y llegando a nuestros tiempos, legisladas simplemente como reglas para una buena convivencia social. A través del tiempo castigar a un ofensor que con su conducta hubiese producido un daño ha sido indistintamente fuente de delitos, así como de responsabilidad civil, dependiendo de si la actuación ha sido intencional o negligente. De otra parte, el concepto de “daños punitivos”, como desagravio supletorio a la indemnización o compensación en favor de una víctima ofendida o agraviada, ha evolucionado mediante el sistema de casuística o “common law, propio de los Estados Unidos de América.

Buscar un balance en el derecho de daños, que propenda a esta convivencia social óptima, ha sido objetivo planteado por siglos. Muchas jurisdicciones, como la nuestra, han legislado medidas que han resultado en paliativos que muy poco han servido a la hora de alcanzar esta meta. Con gran sentido práctico, a nuestro juicio, el sistema jurídico norteamericano ha encontrado en este mecanismo la verdadera protección que merece la víctima del daño y la sociedad en general. La mezcla de daños punitivos con los compensatorios va tras la eficiencia y la diligencia en la prestación de toda clase de servicios y producción de bienes. En teoría, tiende a que fluya la expulsión natural del mercado de bienes y servicios de aquellas personas o empresas negligentes que persisten en actuar de esta manera, como exige el concepto de una buena economía de mercado. Como mínimo, la imposición de los daños punitivos propina un duro golpe al bolsillo del causante el daño, que es donde más le duele. En términos puramente económicos, no hay duda de que la condena que presume los daños punitivos altera la proporción de riesgo y beneficio que, de otra manera, pudiera motivar actuaciones negligentes o culposas tras un beneficio económico.
Su imposición tiene el propósito de disuadir todas aquellas conductas que sobrepasan la simple negligencia por la inobservancia de alguna norma de convivencia. Más bien enfoca hacia la conducta maliciosa o que demuestre desconsideración o indeferencia con respecto a los derechos de terceros, afectando de esa manera su vida o propiedad y su seguridad. Mediante la imposición de daños punitivos se penaliza a quien actúa de esta forma, ejemplarizando su conducta para evitar su repetición por éste o cualquier otro. De ahí el otro nombre de “daños ejemplares”.
Por otro lado, el riesgo de la imposición de daños punitivos, a nuestro juicio, haría factible que muchos casos se transijan sin llegar a juicio, lo que aliviará la carga de los tribunales en estos casos. Siendo las compensaciones que se otorgan en nuestra jurisdicción de las más bajas, sino la más baja en toda la jurisdicción de los Estados Unidos y sus territorios el riesgo al que se someten los causantes de daños, con la inmunidad a los daños punitivos, no representa incentivo alguno para evitar la actuación negligente ni para llegar a transacciones judiciales en caso de demanda, sino al contrario.
La imposición de daños punitivos es un incentivo importante para prevenir y disuadir conductas inaceptables socialmente. Como hemos sostenido antes en referencia al campo científico en la medicina, “este adelanto tiene que obligatoriamente ir de la mano con una responsabilidad profesional más rigurosa de los que la practican......”. No se puede concebir la evolución y el progreso tecnológico sin mantener un estándar elevado de responsabilidad en su desarrollo. Es inadmisible la operación de un negocio o una práctica profesional regida por ciertos criterios económicos, bien sea de bienes o de servicios, a costa de la vida y seguridad de terceros inocentes, sin exigirle responsabilidad legal por actuaciones culposas o negligentes, a la par con las expectativas de una buena convivencia social.
El concepto de castigo o penalidad no es extraño en nuestro ordenamiento jurídico civil. Sin embargo, éste ha estado íntimamente ligado a la temeridad y a la concesión de honorarios de abogados por haber incurrido el litigante en ésta. Así fue expresamente reconocido por el Honorable Juez Corrada del Río en su opinión concurrente en Meléndez v. Centro Médico, 2002 TSPR 067 cuando dijo: “Los honorarios de abogado constituyen un castigo o penalidad para el litigante perdidoso que por su terquedad, obstinación y contumacia obliga a la otra parte a asumir las molestias e inconvenientes de un pleito. Dpto. de Recreación y Deportes v. Asociación Recreativa Round Hill, res. el 19 de agosto de 1999, 149 D.P.R. ___, 99 T.S.P.R. 135, 99 J.T.S. 138, pág. 29; Rivera Rodríguez v. Tiendas Pitusa, res. el 28 de junio de 1999, 148 D.P.R.___, 99 T.S.P.R. 103, 99 J.T.S. 107, pág. 1246. En Ortiz v. Municipio de Lajas, res. el 30 de marzo de 2001, 153 D.P.R. ___, 2001 T.S.P.R. 44, 2001 J.T.S. 51, pág. 1086, catalogamos los honorarios de abogado como daños punitivos”.

¿Acaso debemos complacernos con el paliativo de la mera imposición de honorarios de abogado como castigo a un ofensor que ha sido temerario en la litigación? ¿No debe ser relevante el carácter y la sustancia de la ofensa a la hora de pensar en reparar un daño o mejor, desagraviar al perjudicado?

El concepto punitivo en las obligaciones tampoco es foráneo en Puerto Rico. Refiriéndose a una obligación contractual el Hon. Juez Trías Monge en R. C. Leasing Corp. v. Williams International Ltd., 103 D.P.R. 163 (1974) dijo que “la cláusula penal no se encamina a reparar los daños sufridos por el acreedor sino que en adición cumple un fin coercitivo y punitivo”. Añadió que “la referida cláusula permite, sujeto al principio de moderación de la pena, que las partes convengan que la evaluación de los daños sobrepase la medida real del daño, de forma que este exceso actúe de modo eficaz como presión sobre el deudor para impulsarle al cumplimiento específico de la obligación ante la amenaza de tener que pagar un resarcimiento que exceda del equivalente pecuniario de la prestación a que se obliga. En Jack’s Beach Resort, Inc., vs. Compaña de Turismo, 112 D.P.R. 344 (1982), se dijo que una cláusula penal “tiene una función punitiva de violación del deber jurídico que da a la cláusula su otro nombre de “pena convencional” y que, rebasando el motivo de lucro en la obligación ordinaria, introduce un elemento de coerción y amenaza que apremia al deudor al cumplimiento.”
El sistema jurídico en EEUU ha manejado el tema de los daños punitivos de diversa manera a lo largo de décadas de litigación, en especial en contra de los llamados “bolsillos profundos” (deep pockets), como resultan ser las aseguradoras, farmacéuticas, la industria automotriz y la tabacalera. Inusuales aunque gigantescos veredictos han dirigido la atención del llamado “corporate America” hacia intentar reformar el sistema de daños, particularmente en lo que se relaciona a la imposición de daños punitivos o ejemplares que, en el caso de la impericia médica han tratado hasta de eliminar. Apoyados por una exitosa maquinaria de relaciones públicas y campañas publicitarias multimillonarias vendieron la idea de que este tipo de pleitos había creado una industria económica paralela para víctimas y sus abogados. Es decir, había industrializado el concepto de indemnización.

En una decisión del tipo de ‘una de cal y otra de arena’, en State Farm Mutual Automobile Insurance Co. v. Campbell, 123 S.Ct. 1513 (2003), el Tribunal Supremo de los Estados Unidos proveyó a los demandados argumentos para limitar la evidencia que el jurado puede analizar con relación a los daños punitivos y que aparentemente marcan la ruta apropiada para llegar a una determinación justa y razonable. Entendidos en la materia sostienen que empleados exitosamente, estos argumentos harían cosa del pasado los veredictos anecdóticos gigantescos imponiendo daños punitivos que le propinaban una mortal embestida a los negocios a riesgo de incapacitarlos financieramente y sacarlos del mercado en que estaban, implicando, además, que la imposición de éstos deben ser proporcionales a los compensatorios. Allí se dijo:

“It is important for the jury and the trial court to be reminded that compensatory damages make a plaintiff “whole,” so punitive damages should not be used to further compensate a plaintiff, particularly when compensatory damages are “substantial.”

Aparentemente este caso estableció una presunción de que los daños compensatorios resarcen totalmente al demandante. Aunque esta presunción es rebatible, State Farm abre una nueva ventana para instruir al jurado que va a entender en el caso y rendir un veredicto. Ello no significa que se eliminó la posibilidad de imponer daños punitivos conjuntamente con los compensatorios. State Farm, supra, a la página 1521, sin embargo, provee una guía para su imposición, que a nuestro juicio es razonable y más importante aún, incorporable, al resolver que:

Los jurados y los jueces deberán considerar si la conducta del demandado ocasionó al demandante daño físico o económico, si esta conducta refleja indiferencia o total menosprecio (“reckless disregard”) por la salud o seguridad de otros, si la conducta es repetitiva en lugar de aislada y si es una conducta maliciosa en lugar de accidental. Las compañías que se enfrentan a la responsabilidad punitiva pueden sacarle provecho a estas guías para conducirse a sí mismas de tal manera que no inviten a la imposición de daños punitivos en su contra.”

Como salvaguarda a cualquier intención para aprovecharse de un demandado solvente el Supremo estadounidense puntualizó en State Farm que la solvencia económica de un demandado no debe utilizarse para inflamar a un jurado ni para manipularlo de suerte que rinda un veredicto sobre daños punitivos que podría resultar irrazonablemente alto, que, en lugar de castigar, le ocasione al demandado la incapacidad financiera. Este señalamiento tiene de pláceme a las grandes corporaciones que vieron mermadas sus ganancias con los veredictos que en su contra dictaban jurados en toda la nación norteamericana especialmente en los pleitos de clase y parece que ofrece unos parámetros razonables a un sistema que se estaba yendo de las manos.

Por décadas hemos arrastrado como potala un escolio de Pereira v. IBEC, 95 D.P.R. 28, como si se hubiese resuelto allí que los daños punitivos no proceden en Puerto Rico. En Pereira el Supremo lo que hizo con ese tema fue dejarlo quare y, que sepamos, nunca lo ha analizado a fondo. Nos hemos conformado con castigar al ofensor mediante la aplicación de distintas legislaciones especiales, como son algunas laborales que imponen triple daño e imponiendo honorarios de abogado como sanción de la temeridad en la litigación, sanciones que, en muchos casos, el causante de un daño no siente como debiera.

Debemos dar un paso de avanzada en este momento para que la víctima sea verdaderamente reparada y desagraviada. Asimismo, se debe proteger a la sociedad para que se disuada al causante del daño y a otros de conducta potencialmente peligrosa en el futuro. Es hora de que se incorpore a nuestro sistema la concesión de daños punitivos, sin temor alguno. Tenemos actualmente una judicatura que, en ausencia de la institución del jurado en casos civiles, puede justipreciar los daños adecuadamente y, en el uso de su discreción, imponer los punitivos sin una camisa de fuerza que los prohíba, incorporando incluso algún principio análogo al de la moderación de la pena contenido en el Artículo 1108 del Código Civil.

Se deben imponer daños punitivos al causante de un daño en favor de la víctima cuando corresponda, para lo cual se pueden incorporar las que ya el Supremo federal ha señalado como guías razonables para su imposición. No creemos que se necesita enmendar nada, pero si para ello es necesario sustituir el vocablo “reparar” en nuestro Artículo 1802 por el de “desagraviar”, hagámoslo ya.