martes, 15 de marzo de 2011

¿Tú también, Bruto?


La asociación de ideas que, continuamente, hace la mente humana es realmente asombrosa. En la obra shakesperiana “Julio Cesar”, el autor inglés hace alusión al momento en que unos componentes del senado romano apuñalan al emperador, siendo uno de ellos Bruto, al que consideraba casi como un hijo. “Et tus Brutus” llegó a convertirse en una frase muy famosa, sinónimo de una sorpresiva traición por alguien inesperado.

Julio César murió acuchillado un 15 de marzo, 44 A.C. Fue previamente advertido de que, en su contra, unos cuantos senadores estaban urdiendo un complot para asesinarlo, con el propósito de formar un gobierno de tipo republicano para que rigiera el imperio romano.

Un personaje en la obra de Don William le dijo al emperador: “Beware of the idles of March”, implicando que el complot se produciría a mediados del mes de marzo. Obviamente, el poderoso Julio César no le hizo caso y así se escribió la historia de una de las mayores traiciones, que nos llega igualmente a través de su pluma. Esa frase ha quedado plasmada en la historia como una advertencia para cuidarse de sus enemigos. Irrespectivo de cualquier mérito que pudiese haber tenido el hombre en su tiempo, como miembro del senado romano, Bruto quedó relegado en la historia como un traidor que colaboró, con su mano, al asesinato de su mentor. Su hazaña solo es comparable con Judas, otro traidor que después vendería a su mentor por aquellas famosas 30 monedas de plata.

Escribo estas líneas, precisamente un 15 de marzo, aniversario de la traición de Bruto, a 11 días del radiomaratón del Colegio de Abogados. Una actividad que se hace con el fin de allegar dinero para pagar una sentencia federal a unos miles de abogados desafiliados.

Digresión o no, desde que publiqué mi anterior post “Adopte un disidente”, no han sido pocos las personas que me han escrito, además de sugerir otro calificativo menos light, pidiendo que liste los nombres de los abogados que escogieron permanecer en el pleito de clase para cobrarle al Colegio la suma de $376.00, o por las razones que hayan tenido, aunque sea la de implosionar su sede. Es lógico presumir que la lista de los abogados de esa clase debe estar un poco menos poblada que la de los que optamos por excluirnos y seguir perteneciendo al Colegio, pero debe ser aún numerosa.

No tengo duda de que todos en el país conocemos, como mínimo, uno de los abogados que permanecieron en el pleito de clase. El Colegio recaba la cooperación del país entero para que coopere, porque pertenece a Puerto Rico y al país ha servido bien. El cheque que se envíe al Colegio no va a provocar la quiebra de nadie, pero puede evitar la del Colegio. Por tanto, lo importante es que todo el que quiera y pueda, envíe su cheque por cualquier suma. Si quiere adoptar un disidente, pueden enviar $376.00 a favor de Fundación del Colegio de Abogados, escribiendo el nombre del disidente. Bruto, seguramente, no se lo agradecerá pero el Colegio y el país, sí.

martes, 8 de febrero de 2011

Impresiones de un conversatorio


La Asociación de Hospitales de Puerto Rico invitó a un conversatorio a varios abogados para hablar del tema de la impericia médica y negligencia hospitalaria. De los cinco abogados invitados, el único identificado con las victimas fue el autor de este blog. Encontré allí a varios colegas, conocidos al fragor de mi litigación en los tribunales por alrededor de tres décadas, entre los cuales se encontraba un ex juez de la corte federal y otros que representaban indistintamente a hospitales y médicos.

El tema del conversatorio fue libre, girando mayormente en torno a las distintas vertientes del mismo problema. Cada uno de los invitados planteamos nuestras posiciones, diversas entre sí. Como el resto de los países, Puerto Rico vive una crisis económica. Así que, como esperaba, se levantó el punto de que los hospitales estaban atravezando por una crisis económica, que había obligado a algunos a acogerse a la protección del código de quiebras federal, como Damas y San Gerardo, para evitar cerrar sus puertas.

Por otro lado, otros arguyeron que los médicos estaban siendo ahogados por las compañías de planes de seguros de salud que les pagaban poco y que las aseguradoras del riesgo de impericia médica proveían unas cubiertas insuficientes. Según pronosticaron los colegas, estos problemas económicos de los médicos y de los hospitales iban en detrimento de los propios pacientes, quienes se verían eventualmente afectados por la falta de servicios médicos de calidad y de hospitales de primer orden.

Observando el giro que estaba dando la conversación, por la proporción de 5-1, me vi obligado a establecer como premisa en la discusión algo que me resultaba obvio pero que se estaba soslayando, inadvertidamente o a propósito: que todo sistema de salud debe tener como principal protagonista y punto de enfoque al paciente, quien resulta el eslabón más débil de la cadena. Argumenté apasionadamente que es al paciente a quien debe protegerse primordialmente y que no se debe limitar el libre acceso a los tribunales para dirimir las controversias. Claro, sin perder de vista que los hospitales requieren operar con un margen de ganancia que le permita ofrecer más y mejores servicios, en beneficio del paciente y que los médicos que rinden su labor cotidiana, la mayoría de forma excelente, lo hagan con una remuneración adecuada.

Porque tampoco pretendo ser ingenuo, entiendo que es necesario buscar vías para retener a nuestro talento médico en el país, de suerte que no les resulte atractivo migrar hacia los Estados Unidos en busca de mejores beneficios económicos y dejen a los pacientes de la Isla desprovistos de servicios de calidad. También me resulta razonable que los hospitales operen con un margen de ganancia holgado, que garantice la contratación de servicios ancilares de primera calidad, ello en beneficio de los pacientes que admiten.

Se sortearon varias alternativas en el conversatorio, la mayoría de las cuales, como suele suceder en este tipo de discusión desigual, iban en detrimento de los pacientes, quienes son eventualmente las víctimas de impericia médica y de la negligencia hospitalaria. Topes a las compensaciones por daños no económicos, eliminación del concepto de solidaridad entre los Co-causantes del daño y la implantación de paneles de arbitraje como medio para desalentar reclamaciones inmeritorias, fueron unas pocas de las "ideas" que se lanzaron a la mesa. También se sugirió legislar para propiciar que las aseguradoras del riesgo aumentaran la cubierta de seguros, considerada insuficiente por los médicos e impedir que recarguen a sus asegurados a menos que recaiga sentencia en su contra.

Nada nuevo bajo el cielo se discutió como posibilidad de legislación entre los que asistimos. Todas las ideas han sido discutidas por más de tres décadas en los EEUU; algunas adoptadas, otras descartadas. Obviamente, argumenté las objeciones de rigor a las sugerencias que implicaban cercenar derechos al paciente, como son los topes a las compensaciones, la solidaridad o limitar el acceso libre a los tribunales, como son los paneles de arbitraje. Concurrí con las que promovían la retención de los médicos y las mejoras de los servicios en los hospitales.

Pienso que las reclamaciones de impericia médica y de negligencia hospitalaria que se presentan en los tribunales, no constituyen un problema y así lo expuse claramente. La insuficiencia de estas radicaciones promueve quizá el sentido de impunidad entre los médicos negligentes, pues piensan que pueden practicar su profesión por la libre. Puse el ejemplo de que en EEUU la proporción de radicaciones es de una de cada ocho casos de impericia médica, por lo que en nuestra Isla, una sociedad aún menos litigiosa, la distancia entre los eventos y las demandas radicadas es mayor.
Por mi parte adelanté varias innovaciones, como la idea de que los hospitales y médicos se abrieran más hacia sus pacientes; que dieran cara cuando las cosas no salieran bien.

Aunque está probado a la saciedad que ello redundaría en una merma en las reclamaciones - que a nuestros anfitriones les interesaba mucho - dije, sin embargo, que el sistema actual no promueve esto. El médico nunca admite cándidamente sus errores ante el paciente o sus familiares y, para ello, tendría que hacerlo. El personal mal pagado de enfermería, tampoco. No dije que era fácil. También sugerí estudiar la posibilidad de implantar un seguro “sin culpa”, (no-fault) con unas cubiertas pequeñas, hasta $25 mil, que desalentara la radicación de demandas de poca cuantía, en base a ajustar las reclamaciones extrajudicialmente, de forma expedita.

El conversatorio concluyó en un par de horas. La asociación de hospitales publica una revista periódicamente, que circula entre sus miembros y en la cual pretende publicar el contenido de ese conversatorio en una próxima edición.

Varias percepciones suelen surgir de la observación de un mismo evento. Soy optimista, pero igualmente realista. Contrario a mí, mis colegas en el conversatorio consideran que al paciente que sufre un daño a manos de un medico negligente no debe ser catalogado como una víctima. Además, entienden que la necesidad económica los impulsa a radicar una reclamación de esta naturaleza. Esa percepción me parece muy equivocada. Para beneficio de nuestras interlocutoras y de los colegas del panel, describí el perfil de una víctima de impericia medica que acude a nuestras oficinas, pero sin mucha esperanza de que concurrieran conmigo. Si en lo más simple hay tanta diferencia conceptual, en lo complicado no veo consenso posible en el camino. En lo único importante en que concurrimos todos fue que, contrario a lo que se ha querido hacer creer muy recientemente en los medios, los pleitos de impericia médica no constituyen o provocan la migración del talento médico fuera de Puerto Rico. Al menos algo positivo salió de dicho conversatorio entre colegas.

Trato de ser objetivo cuando discuto cualquier tema, pero, como he dicho antes, en el de la impericia medica y de la negligencia hospitalaria, no lo soy. En ese conversatorio, el único que intentó lograr algún grado de consenso, quizá por su experiencia en la judicatura, fue el ex juez federal. En una escala de valores, no concibo que el beneficio económico de médicos u hospitales tenga la misma importancia y relevancia que la salud y bienestar del paciente. Quizá los amigos del otro lado de la cancha piensen, sin querer queriendo, que la balanza de la justicia se mantiene equilibrada cuando se le quita derechos a los pacientes en beneficio de los médicos y hospitales. Quien sabe... pero, por lo mismo, no creo que la asociación sea muy objetiva que digamos en su cubierta del conversatorio y potencial análisis editorial, porque, al final del día, como cantó el ponceño Héctor Lavoe, todo es según del color del cristal con que se mira.

El conversatorio fue reseñado en las páginas 32 a la 36 de la Revista de Hospitales, en su publicación de marzo. LA pueden acceder cliqueando aquí.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

¿Cuanto vale un viejo?*


Un anciano de 80 años de edad me consultó un alegado caso de impericia médica ocurrido en un hospital del área metropolitana de Puerto Rico. Me consternó cuando me dijo que “el viejo no vale ná’ en nuestra sociedad. Quizá, en su caso, fue el grado de frustración o impotencia ante las situaciones que particularmente le tocó vivir con los médicos y enfermeras que le brindaron tratamiento. Estoy seguro, sin embargo, que esa apreciacion es compartida por muchos en nuestra sociedad.

En su disidencia de Cintrón v. Gómez, 1999 TSPR 018, el extinto Juez Jaime Fuster dijo sobre la norma de reparación que “se trata de una de las piedras angulares de nuestro ordenamiento jurídico, que es "de gran alcance", y que se concibe "con amplitud de criterio". Añade el Juez Fuster que ‘en múltiples ocasiones hemos reconocido "su dilatado ámbito reparador”.

¿Qué suma de dinero repara los daños sufridos por los familiares de un viejo que ha sobrepasado su expectativa de vida y que muere por negligencia médica? ¿Cuánto vale la vida de un viejo, cuando ya ha dejado de trabajar y sus hijos no dependen de él para su sustento económico?

Una sociedad como la nuestra, que casi todo lo valora en términos económicos, se plantea comúnmente esta pregunta. El abogado, incluyendo a los jueces, acostumbrados a la valoración o cuantificación de daños en nuestro sistema jurídico, lo hace con mucha frecuencia. Conseguir una respuesta a esta interrogante no resulta nada fácil, más aún si tomamos en cuenta que los adelantos médicos y el progreso en la calidad de la alimentación ha propendido a la extensión de la expectativa de vida del ser humano. Hace varias décadas, una persona de 50 años era un anciano; al presente nadie se atrevería siquiera a pensarlo.

Sin hablar del amor desinteresado que prodigan a manos llenas, en la llamada “edad dorada”, el viejo se convierte en una importante referencia histórica; es el archivo interactivo de la vida familiar, una inagotable fuente de anécdotas, de vivencias y también de sabiduría. El viejo nutre la conciencia del joven y es apoyo seguro de la del hombre maduro.

Sociedades como las orientales, que no han sido del todo víctimas del materialismo extremo que algunos llaman pragmatismo y que desafortunadamente nos arropa, dan a sus viejos mucho valor. Y lo hacen por el simple hecho de serlo, sin tener en cuenta su edad, ni su condición física, económica, cultural o social.

Hace poco más de un año fui de vacaciones a China y, a pesar de que conocía el excelente trato que prodigaban a sus viejos, nunca imaginé que me resultara tan contrastante con el brindado por la sociedad occidental a los suyos. Más allá de una actitud compasiva y tolerante que llegan a manifestar algunos frente a sus viejos en esta parte del mundo, es preciso ver como lo hacen en China. Allí le reconocen al viejo el rol irreemplazable que saben que éstos cumplen, no solo en el núcleo familiar, sino también en la vida cultural y social en la que viven insertados.

Existe una tarea insustituible en el proceso de la maduración intelectual y moral del ser humano. Ellos en China saben que todo proceso educativo requiere de maestros y de aprendices disciplinados que reciben instrucciones, que consultan y que son corregidos. Quizá deberíamos aprender un poco de esas sociedades orientales, donde el viejo contribuye significativamente al proceso de maduración de los que están a su lado, directa e indirectamente. Con su apoyo tolerante, armados con su fuerza emocional, que ya ha superado todas las etapas de la maduración y del crecimiento, el viejo ayuda a los jóvenes a tener una mejor comprensión de la vida y los equipa para lidiar con sus propias dificultades en sus distintas etapas de crecimiento.

En cierto sentido, la presencia del viejo es un recordatorio viviente al joven y al adulto de que el sentido de inmortalidad que a todos nos embarga cuando somos jóvenes no es real ni tampoco permanente. La sola presencia del viejo nos trae una especie de mensaje de moderación en el pensamiento, en la expresión y en la obra, que no resulta nunca ser un equipaje de exceso. Aquel que ha aprendido a resistir las dificultades y que no se ha deslumbrado en sus propios momentos de gloria, es el mejor consejero para quienes aun afrontan las dificultades y que se ven hipnotizados por los éxitos pasajeros.

El cineasta sueco Ingmar Bergman alguna vez dijo que “Envejecer es como escalar una gran montaña; mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena.” Por eso la presencia del viejo en la vida de su familia es indispensable y en nuestra sociedad debe ser mejor aquilatada, no solamente porque se convierte en ayuda útil para el cuido de los niños, cuando padre y madre trabajan fuera de la casa. Lo es también para los mismos padres, ya que ellos se encuentran en un proceso que aún no ha concluido para aprender a educar a sus hijos.

No es raro que el nucleo familiar que ha apreciado, como es debido, la vida de su viejo, cuando ocurre lo inevitable, sufra su pérdida con mucha intensidad y de forma perdurable, irrespectivo de la edad que tenía al morir o si solo lo visitaban con frecuencia en el "nursing home" que estaba por necesidades de la vida. Aunque comprendo el "lawyering", me deja algo perplejo cuando los abogados de la defensa de médicos y hospitales intentan hacer ver, aunque no se atrevan a decirlo directamente, que, de todas formas, al viejo le quedaba poco tiempo de vida. Claro que si, todos estamos en ese camino inexorable, algunos antes y otros luego. ¿Debe hacer la edad - del viejo que muere - alguna diferencia respecto a la valorización de los daños que ese evento causa? Si acaso la hace, debe ser en sentido contrario a lo que apuntan los amigos y amigas de la defensa: cuanto más tiempo se tiene con uno, más se echa de menos..... ¿O no?


Nota: Este ensayo fue inspirado por la lectura de otro escrito por Jesús Ginés, Universidad Santo Tomás Véase informe publicado en Primera Hora, dando click aquí.