lunes, 3 de diciembre de 2007

La magia de la guitarrita de juguete


Los orientales Gaspar, Melchor y Baltasar le regalaron la misma guitarrita de juguete por varios años consecutivos. Más o menos para el ocho de enero, cual mágica, sigilosa y con gran cautela, de la misma manera en que llegaba, la guitarrita de juguete desaparecía, dejándole al canito de ojos azules nuevamente las manos vacías. Cada seis de enero, a cambio de una cajita repleta de coítre, ingenuamente volvía a recibir de los Reyes Magos su guitarrita de juguete, celebrándola como si fuera nueva.

Era una época de arraigada y sostenida contracción económica en Puerto Rico. El hogar de mis abuelos paternos no era la excepción. El exiguo producto del trabajo de mis abuelos apenas alcanzaba para las necesidades apremiantes de su familia de cinco hijos. Afortunadamente para su psiquis, los niños no tenían con quien comparar sus modestos regalos de Reyes, ya que, como ellos, el resto de las familias que componían el vecindario eran igualmente pobres económicamente. Para mi viejo, por tanto, una guitarra de marca genuina y su guitarrita de juguete era lo mismo.

Esa generación de hombres y mujeres, a la que pertenecieron nuestros padres, aprendió a apreciar las guitarritas de juguete que les regalaban los Reyes de Oriente, aunque fueran regalos fugaces que desaparecían tal y como llegaban. Cuando desaparecían, como la guitarrita, aprendían también a crear sus propios juguetes, sin dinero, con materiales de desecho que tenían a su disposición.

Palos de escoba eran usados como caballitos de madera. Volantines o chiringas hechas con guajana de caña, papel de panadería y retazos de tela, adornaban los cielos azules en cada fresca primavera. Los carritos eran hechos con madera vieja y latas de salchichas vacías. Una estaca de madera, cortada en un extremo a cuarenta y cinco grados y clavada en el tablón central, era el freno de mano. Su bocina era hecha con un pote atravesado por un clavo mohoso.
Como eran pocos los médicos que había en el país, no ya en San Lorenzo, proliferaban los remedios caseros, las comadronas y los procesos cuasi espirituales donde santiguaban al enfermo. Aunque no era de esa generación, yo mismo fui objeto de un proceso de estos en el que una viejita me estuvo sobando la barriga por unos minutos con un aceite tras haberme tragado una hoja de no recuerdo qué planta, que me produjo un agudo dolor abdominal.

Por supuesto, las demandas de impericia médica no se conocían, porque los médicos eran seres extraordinarios y respetados cuya mano, casi santa, no se podía implicar en acto negligente alguno. Ingenua percepción, pero real.

Las cosas cambiaron en Puerto Rico y el progreso tras la Segunda Guerra Mundial llegó a muchos hogares. Los cañaverales fueron despareciendo con el tiempo y asimismo, las chiringas caseras. El afán consumista y algo de vagancia dió paso a los volantines plásticos a colores, en forma de diamante, sin rabo ni guajanas. Los carritos de bolines fueron sustituidos por los “hot wheels” de plástico, los trompos y yoyos fueron sustituidos por los juegos computarizados, que dejan nada a la imaginación del que los juega.

Los grados universitarios proliferaron en nuestra población, como también los médicos, abogados, ingenieros y otros profesionales por el estilo. Por otro lado, desapareció de nuestro panorama la figura de la comadrona para atender los partos naturales. Mientras, con la llegada del progreso apareció la corrupción gubernamental, la concienciación sobre la impericia médica y asimismo, las demandas en los tribunales en contra de los médicos que la cometen y hasta las licencias médicas fatulas expedidas por el TEM.

Creo que nuestra sociedad debe ser sacudida fuertemente para que las cosas retornen a un nivel donde haya mejor calidad de vida que la que hoy disfrutamos. Necesitamos una sociedad en la que se retomen los valores que se han venido perdiendo, donde el sistema de salud tenga como norte las necesidades del paciente y de su familia, no el avance económico de la inversión del accionista del hospital y de la farmacéutica.

Nuestros antepasados podían no haber contado con tantas cosas materiales como tenemos hoy. Sin embargo, la mirada de nostalgia que se refleja en sus ojos al contarnos sus memorias implica, como dice el viejo refrán, que todo tiempo pasado fue mejor. Total… la guajana no se consigue y el pan ya no se envuelve en papel para hacer flecos. No sé, para recuperar la magia perdida quizá sea necesario regresar al tiempo de las guitarritas de juguete en época de Reyes.

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