Hay muy pocas cosas que comparan con el sabor de la victoria al final de varios años de preparación para un juicio de impericia médica. No es el dinero que el abogado va a recibir, ni los gestos de agrado y de admiración que recibe de parte de sus clientes y de sus pares que conocen del resultado del caso. Es la sensación que da un trabajo bien hecho cuando uno sabe que el esfuerzo ha rendido frutos a favor de una víctima que sufrió daños, muchas veces graves, a manos de un médico o personal hospitalario negligente. Como instrumento entre el agraviado y el tribunal, de alguna forma el abogado es un ecualizador, que con su trabajo logra que se equipare al más débil, la víctima, con el más fuerte, su victimario. Confieso que éste es dínamo que me mueve.
No importa que el caso se transija antes de llegar a juicio; la sensación es parecida, aunque luego de un juicio, en el que el cansancio mental y físico prima, uno siente algo intangible pero comparable con la sustancia química agradable que secreta el cerebro de un atleta acostumbrado a dar la milla extra que, aún cansado, está satisfecho y feliz. Crecí leyendo entretenido historietas de superhéroes de ciencia ficción y viendo a Perry Mason, todos los martes a las 8:00 de la noche, luchar en contra de los malos y ganar el juicio con una confesión del culpable en corte abierta. Tal vez sea eso; no sé.
No obstante la sensación de que hablo, hay casos y hay casos; hay clientes y hay clientes. Recientemente tuve una experiencia con la hija de un cliente, que nunca llegué a conocer personalmente, pero cuya anécdota resultante de alguna interacción quiero compartir con los lectores. La chica nunca aportó dinero para peritaje ni interés para resolver el caso de su padre, quien sufriera daños graves a consecuencia de un médico negligente. Nunca le atañó ni se comunicó conmigo antes para hablar del caso de su padre, a pesar de que, como profesional, entendía o debería entender lo que estaba ocurriendo.
Llegó el día de la transacción extrajudicial que el cliente no esperaba, por razones que no vienen al caso. A la hora de cambiar el cheque de la compensación y cobrar mis honorarios, la hija de 38 años de mi cliente, que nunca reclamó nada por los daños sufridos por su padre, apareció súbitamente en escena, por deseo expreso de su padre. En un tono amazónico con letras mayúsculas, característico de alguien con ínfulas de poder, me “ordenó” detallarle por escrito todas las gestiones, “si algunas”, en el caso, cuestionando de paso mis honorarios, a pesar de que la propia ley federal los fija en un 20% de la compensación total y no obstante haber firmado un contrato de servicios profesionales con su padre. Llegó hasta a tener algún tipo de recelo, cuando me preguntó la razón para acompañar a su padre al banco; sin conocer siquiera que el cheque estaba girado a favor de ambos.
En una conversación, la última sostenida con ella porque le enganché el teléfono, llegó al punto del insulto personal que, por lo injusto, me pareció sorpresivo. Me inclino a pensar que ese agravio gratuito es resultado de un caso de indiscutible psicosis no tratada, con origen en su niñez, en razón de problemas familiares no resueltos. A pesar de no ser psiquiatra creo que esta condición le permite a esta joven ser funcional. Sin embargo, de alguna forma, el dinero que su padre iba a recibir como producto de la transacción le sirvió de detonante para que su bombita interior explotara y, de qué manera...
En mi vida profesional nunca he acostumbrado tratar los asuntos relacionados con la liquidación de las compensaciones económicas con personas ajenas al caso; ningún abogado debe hacerlo. No sé como caí en esta dinámica a estas alturas del juego. Lo cierto es que no lo vi venir y pagué con un mal rato cuyo golpe me duró varios días botar.
El caso de la pariente súbitamente interesada en el bienestar económico de su padre evidencia claramente que el abogado suda cada centavo que gana, a pesar de que la gente crea que los abogados nos ganamos los chavos de manera fácil. Que me disculpe Cantalicio; estoy convencido de que no siempre el sabor lo dice todo.
2 comentarios:
Por poco me desmayo al leer tal atrocidad, pero ejemplifica claramente de que quien no está envuelto en los trámites de un caso no conoce lo dificil que es llevarlo. Nunca había leído una reseña tan explícita y precisa de lo que uno siente cuando un allegado (que ni cliente es) a un caso "opina" sobre la labor de uno. Trepidé cuando lei el "si algo", porque a mi poca experiencia, ya he pasado por eso. Se siente como una patada en el estómago cuando cuestionan ese "si algo", y luego que uno obtiene una cuantía en pago de la reclamación, suelen quejarse al pagarnos el "si algo". Al menos me conformo con saber que alguien más pasa por lo que yo paso, y que compartimos vivencias parecidas. Hay cierta comodidad en la empatía de saber que alguien sufre lo mismo que uno, aún en lo malo. Pero tranquilo, compañero, que al menos dormimos plácidamente sabiendo que hacemos lo que hacemos, si algo, porque nos gusta. No sólo por la paga.
Mucho me apena saber de su experiencia con la hija de su cliente. Imaginarla, me revuelca las tripas. No quiero creer que su padre le dio ordenes para que ella lo ofendiera. A su cliente, lo imagino profundamente abochornado del proceder de su hija y eternamente agradecido de usted.
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