Trabajo en lo que siempre fue mi vocación: como abogado. Soy boricua de pura cepa y me confieso admirador eterno de la música en general y, en particular, de canciones que considero inmortales, como la que sirve de título a este ensayo. Dicho sea de paso, canción que estoy repasando en el piano nuevo que mi esposa Joanna me regaló como anticipo navideño, con la anuencia de Gardel, quien le puso música a la letra de Alfredo Le Pera.
Al punto. Me considero un ser humano dichoso. No por cuestiones materiales, que siempre son efímeras. Lo soy porque tuve unos padres dedicados y amorosos y porque doy y recibo el amor de mis seres queridos - los humanos - y también el de mi perra Filomena que, aunque aún traviesa por su corta edad, se comporta mejor que muchos humanos. Aparte de esas cuestiones puramente personales que se relacionan con los sentimientos más íntimos, no todo el mundo trabaja en lo que le gusta; en mi caso, representar a la víctima de impericia médico-hospitalaria en los tribunales y hacer valer su derecho a una compensación justa tras el evento negligente sufrido. De esas víctimas y sus familiares me llegan solo buenos deseos y también el agradecimiento por un trabajo dedicado y bien hecho. De mis colegas y jueces, recibo el respeto que siempre he reciprocado. De mis viejos y recientes amigos, una llamada o un emilio de vez en cuando para compartir memorias y momentos nuevos. ¿Qué más? Siempre hay más, ¿verdad?
Estando hace unos años en un programa de entrevistas, expuse mis puntos de vista sobre unos proyectos de ley relacionados al tema de la impericia médica ventilándose en la legislatura en esos días. Cuando el micrófono radial se abrió a llamadas del público una dama, sin ofrecer su nombre, se identificó como esposa de un médico ... y quería hacer un comentario. Crucé los dedos. Ella dijo al aire que los médicos del país tenían bien anotado mi nombre para que cuando enfermara yo o un miembro de mi familia, no hubiese uno solo que nos brindara tratamiento. Naturalmente, la dama estaba molesta con mis comentarios anteriores en el programa y, al igual que la moderadora, tomé livianamente su exabrupto radial que, obviamente, no contesté.
No me resultó sorprendente la reacción de aquella señora. Asombrosa tampoco fue la impresión que me daba. Esa llamada telefónica evidenciaba sencillamente que, al representar a víctimas de impericia médica por tanto tiempo, ya me había ganado muchos desafectos dentro de las filas de esa prestigiosa profesión.
No pasó mucho tiempo para que el propio Colegio de Médicos y Cirujanos de Puerto Rico presentara una queja disciplinaria en mi contra ante el Tribunal Supremo, señalando, entre otras cosas y alegadas faltas éticas, que yo estigmatizaba la profesión médica cuando señalaba continuamente que la impericia médica mataba más personas que los accidentes de automóviles, el SIDA y el cáncer de seno. Esos datos, que no me los sacaba de la manga, fueron corroborados fehacientemente por el Procurador General, quien se me unió para pedir al Supremo que se archivara la queja presentada, tal y como se hizo eventualmente, no sin antes recibir varios escritos adicionales de último pataleteo del Colegio de Médicos en mi contra.
En lugar de meterle mano a los médicos negligentes para sacarlos de la profesión, como manzanas podridas que son, el Colegio se entretenía, pretendiendo utilizar el poder disciplinario exclusivo del Supremo para intentar callarme la boca mediante un recurso de In re, pidiendo sanciones que pueden ir desde la amonestación verbal hasta la separación indefinida de la profesión. ¡Casi nada!
Un amigo me dijo hace meses bromeando que iba a tener que ir donde un veterinario cuando me enfermara. Debo confesar que estoy considerando muy en serio su consejo, más aún tras recibir el otro día un comentario similar al de la molesta doña, firmado con un seudónimo, como reacción a un artículo que escribí en el periódico El Nuevo Día.
De todas formas, siempre he pensado que los veterinarios son los mejores doctores al tener que prácticamente adivinar las quejas de sus pacientes. Ya le dije al de mi perra Filo que me abriera un récord, porque el día que me quieran los médicos no me vestiré de fiesta; ese será un día de mala racha.
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